viernes, 11 de diciembre de 2009

Yo crecí en una bodega…


Yo crecí en una bodega de desperdicios industriales, mi tía era la propietaria y el lugar sigue existiendo en la 12 oriente entre 4 y 6 norte, enfrente de la gasolinera. Mis padres trabajaban y mi tía-mamá me cuidaba, pasaba la mitad del día viajando en la camioneta cargada de cartón u otro deshecho y la otra parte brincando en las pacas.
Tengo recuerdos bellos de esa época  y lugares que jamás podré olvidar…
La fábrica Titán es uno de ellos, ahí entregábamos el cartón, siempre me molestaba que me obligarán a bajar de la camioneta porque me convertía en la mascota de todos los cargadores y secretarias del lugar, que apretaban los cachetes hasta dejarlos adoloridos y pasaban cargando al niño de unos brazos a otros como perrito de demostración, aunque ¿para que negarlo? Todos eran muy amables. Era sorprendente ver trabajar el enorme molino del tamaño de una casa,  igual que ver una licuadora gigante trabajando, moliendo una sustancia café y apestosa. Lo que más recuerdo era el miedo recorriendo mi espalda y haciéndome saltar el estomago cada vez que estaba cerca de él, escuchando ese sonido grave que llenaba todo el lugar, ya que todo el mundo contaba historias de los pobres cargadores que esa horrible máquina se había tragado vivos en medio de gritos horribles y dolores inimaginables. Con el tiempo me di cuenta de lo útil que resulta aterrorizar a un niño para que jamás se acerque a aparatos peligrosos.
Otro lugar fantástico era la fábrica de sidra “Copa de Oro” en la cual trabajaba la tía de uno de mis compañeros de escuela, así que cuando íbamos a recoger el desperdicio tenía la oportunidad de recorrer la fábrica y ver dónde se hacía el producto, con la consabida y esperada prueba al final del tour.
La tienda de la CONASUPO en Cholula, que tenía una bodega justo junto a los cines, donde el cartón se encontraba tras una malla, los cargadores me subían y me hacían aventar las cajas  para que ellos fueran armando las enormes pacas fuera  de la bodega, el problema era cuando el nivel de cartón iba bajando y yo me esforzaba más y más por alcanzar el límite superior de la malla, hasta que terminaba y alguien tenía que brincar para sacarme de ahí.
El regreso a Puebla era en el vaivén de la enorme camioneta cargada a tope, en medio del olor a sudor y mugre, llegar al negocio y comentar una torta con el hambre que da el trabajo físico y la satisfacción de haber hecho algo, aunque fuera poco, por ganarse el alimento.
Finalmente las tardes que pasaba en ese frío local lleno de humedad y polvo, reconociendo entre archivo blanco, archivo color, cartón de primera y periódico, jugando con mi vecino de local, Julio, el hijo de la señora que vende productos para zapaterías, armando castillos en la torre de pacas del fondo de la bodega o creando enormes toboganes por los que deslizarse o jugando luchas y brincando desde alturas peligrosas hacia colchones de papel y cartón, aprendiendo a hacer cuentas pesando el reciclado de la gente de la calle. Lo digo sin vergüenza, crecí en una bodega de cartón, aprendiendo del mundo de manos de los hombretones que eran nanas y amigos, enamorándome por primera vez de la hermana del cuate. Crecí en una bodega de cartón…
… y fueron buenos tiempos.
 

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